1
La abuela Gertrudis murió de fiebre amarilla y la cremaron antes de la hora. Su vida se consumió en un humo blanco. Tía Angélica expiró en ultramar, de viaje a Grecia. La tiraron por la borda, envuelta en una sábana blanca y la tragó una suave espuma. El tío Sigfredo (a quien gustaban los lances caballerescos), perdió la vida con un buen tiro en la cabeza. Lo enterraron ahí mismo, porque ya no estaban permitidos estos arrojos. Y lo cubrieron con polvo de huesos, cerca de la curtiembre. Todos, todos, obituarios sin color.
2
Ese otoño murió mi hermano. Fue de los últimos sepelios con carruajes a caballo. Yo iba en uno de ellos, vencido por el cansancio. El coche se bamboleaba. De pronto una mano tomó la mía. Un crucifijo apareció entre mis dedos. Una flor blanca se deslizó sobre mis piernas. Un pañuelo abierto cayó a mis pies. Al regresar, busqué su carpeta de dibujos. En uno de los últimos, Miguel había compuesto una mano abierta, con un crucifijo y atrás, una flor blanca abrazada por un pañuelo…
3
Sepultaron al conde Enrico Stizzoli -auténtico personaje de Pirandello- en la bóveda familiar. En verdad, él pidió la tierra. Sus sobrinos eligieron en cambio el panteón, por aquello de la luz tamizada de los vitrales. Lo cierto es que, al poco tiempo, la bóveda de los Stizzoli comenzó a trepidar. Y un día o una noche, los vitrales se hicieron trizas. A la jornada siguiente exhuman sus restos y cavan la sepultura. (Los vitrales no han sido reparados, por si queda otra alma inquieta…).
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