1
No es una Maison Haute-Couture, sino simplemente un buen taller. Allí entran por la puerta grande damas y damitas para sus ajuares y etoiles que, tras la segunda puerta, terminan de coser dos o tres ofícialas. Entre vuelos de gasa y de satin, entre frunces y plisados, madame Corneille hace su trabajo de pruebas y medidas. En la tercera puerta está monsieur Corneille, que es quien cobra y da recibos. Y quien –hábil voyeur- se deleita ante tanta perfección de cuerpos y vestidos. Ante tanta naturaleza viva. Al final rubrica su admiración: abre su pantalón y se masturba.
2
Cuando por las noches concluye su labor, madame Corneille abre la puerta y ve las manchas sobre el piso. No dice nada. Ya no le perturba. Piensa que él lo hace mirándola a ella, arrodillada, quitando un hilván o alargando un ruedo. Es una prueba de amor en silencio, que él ignora que ella sabe. (Monsieur Corneille no duda que ella es conciente de sus ritos. Por eso no borra las huellas de su goce. Al final, él es el único que cobra…)
3
Ha muerto bellamente. Haciendo el amor. No él, es ella la que ha detenido su corazón. El todavía mueve su cuerpo con rítmico frenesí y sólo la advierte exánime cuando, tras el orgasmo, besa sus labios. Los labios mustios de Alejandra que, a sus cincuenta años, acaba de dejar la virginidad.
4
Perfecto como un círculo. No sobra una vocal. No hay un color que sobresalga. Inexorable en su cumplimiento. Lo llaman destino y dicen que no tiene devolución.
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