1
Vendió la colección de soldaditos de plomo, que le llevó más de veinte años de afanes. Con los miles de pesos en mano, viaja a Viena, después a Praga, finalmente Budapest. Allí, en un comercio oscuro, sucio, ve en la vidriera mal iluminada un húsar del ejército prusiano. De plomo. Al regreso, con la pieza, vuelve a reformular una nueva colección.
2
Los verdaderos coleccionistas nacen, no se hacen. El ha viajado por todo el mundo con sus postales, sin salir de la casa. Y prácticamente la geografía universal no le es para nada ajena, gracias a los miles y miles de imágenes monocromas y en colores. Pero hay una duda que no logra zanjar: el reino de Bután. Jamás ha logrado una sola vista de ese país. Hasta que lo decide: arma el viaje, cuelga la cámara al hombro y parte.
3
Eres coleccionista de ideas, no de objetos, le recriminan. El junta frascos de farmacia. De porcelana, de vidrio, de metal. Y en sus inscripciones halla razón para el embeleso. Sin embargo es un coleccionista nato: toda la farmacopea lo incita por el olfato y las letras góticas, en latín. (Pero los frascos de fetos en alcohol, ¡ah!, lo enternecen).
4
El barón de la Chantal colecciona cuchillos. Continúa la tradición de la casa D¨Hastrel, vía materna. Después del millar de piezas, no contabiliza más las nuevas adquisiciones. Están asentadas, sí, en un archivo prolijo que encierra baja siete vueltas de llave en el escritorio de la planta alta. Allí, sin que nadie lo advierta, acaricia sus hojas, las envaselina, lustra las vainas. Tiene uno fuera de las cajas. Es un cuchillo basto, casi de cocina. El que elige, al cumplir los setenta, para atravesar su garganta. …
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